martes, 2 de abril de 2013

Joao de matos Baptista


levo casi un mes de viaje. He estado en Malawi, Zambia y el sur de Mozambique. Me queda una semana de viaje y estoy en la ciudad de Nampula, en el norte mozambiqueño. Tengo que gastar mis últimos cartuchos antes de regresar a Linlongwe (Malawi) para coger el avión de vuelta a casa. Estoy físicamente agotado y mi mochila está más repleta de ropa, suvenires y cachivaches que nunca. En los últimos días he estado leyendo y estudiando lo que podía hacer para llegar hasta el país vecino. Tengo dos guías de viaje. Lonely Planet “África del Sur” y Lonely Planet “Mozambique”. En ambos libros resaltan un viaje en tren desde Nampula hasta Cuamba (en el corazón de Mozambique). Anuncian que, sin duda, es una de las actividades más destacables, puesto que el trayecto, el propio tren y el paisaje son de lo más pintorescos y auténticos, no solo del Sur de África, sino de todo el continente. Sin embargo también apuntan los numerosos peligros que uno se puede encontrar durante el trayecto. Tanto es así que detallan muy bien que es un trayecto para los más aventureros y enumeran paso a paso cómo y cuándo se puede realizar el viaje.
Las guías aproximadamente dicen lo siguiente:
Hay dos trenes que cubren el trayecto de 10 horas entre Nampula y Cuamba y viceversa. Uno, el de segunda clase (recomendable) sale los martes, jueves y sábados. No es muy confortable pero dispone de asientos en todos los vagones y los billetes están enumerados. En este tren viaja gente de clase media y aun que no es muy seguro, se puede viajar sin riesgos. Sale a las 5 de la mañana. El otro sale los lunes, miércoles y viernes a las 5 de la mañana. Es un tren mucho más viejo, sin ventanas, asientos ni luz. Los billetes no son numerados y suele estar tan lleno que apenas hay espacio. Es mucho más económico ya que se trata del viaje de tercera clase. Muy peligroso y solo apto para los más valientes. No siempre llega al destino el mismo día ya que es muy normal que se estropee (no recomendable).
 Después de toda una mañana de elucubraciones e hipótesis decido ir a las taquillas a informarme por última vez. Entonces veo la estación de tren, por llamarlo de alguna manera. Una vía de tren que se pierde en la sabana africana a escasos metros de una valla en mal estado que da paso a una casita de cemento con una taquilla. Le pregunto a la taquillera por el viaje y por el billete. Me dice el precio del tren de segunda clase y los horarios. Le pregunto por el de tercera clase y me dice que no me lo puede vender a no ser que quiera que me roben y me juegue la vida. Le hago un par de preguntas y me retiro de nuevo a mi hostal a meditar. ¿Tan peligroso es?
Acabo comprando el billete de tercera clase. Mi espíritu aventurero, quizás mi juventud pero sobretodo mi curiosidad, me superan.
Centenares de personas aguardan inquietas enfrente de la valla. Hombres, mujeres, niños, ancianos, todos con sacos de comida, ropa, algunos con gallinas, conejos y muchísimas maletas. No hay ningún orden y ninguna cola. Todos amontonados. Mi presencia no pasa en absoluto desapercibida. Quien más y quien menos pero todos me observan. Intento no perder la calma y mantenerme frio y tranquilo. Me aproximo a un grupo de hombres para hacer tiempo. Pasan unos minutos cuando aparecen dos hombres uniformados detrás de las vallas. Van con linternas y porras. A gritos, ordenan que formemos una fila india y que mantengamos nuestras pertenencias controladas. El desorden, las prisas y la oscuridad hacen que la fila sea imposible y a golpe de porra van colocando a la gente. Media hora más tarde una desdibujada línea de personas aguardan ansiosas. Libre de no meterme en líos, soy el último de la infinita cola humana. Aparece el tren. Hay trenes en museos con mejor aspecto que ese pedazo de metal. Con 6 vagones arrastrados por una vieja locomotora y un color oxidado, lo primero que te viene a la cabeza es como carajos puede avanzar esa cosa. Los hombres de uniforme abren la valla y la gente sale corriendo hacia los vagones. Todo el mundo se dirige al primer vagón pero en muy poco tiempo ya, desde muy lejos y a oscuras, se puede ver que no cabe ni un alma más. La gente se dispersa por los demás vagones.  Después de 20 minutos y con los primeros rayos de sol, es mi turno. Estupefactos, los hombres con gorra azul y porra cortan mi billete y con un leve gesto con la cabeza me invitan a subir. No tengo ni idea de a que vagón dirigirme puesto que los veo todos abarrotados de gente. Entro en el tercero que es justo el que tengo en frente. Subo los escalones y poco más. Ya no puedo avanzar más. Está totalmente lleno. Lo mismo pasa con el cuarto y el segundo. Finalmente voy al primero. Gente sentada en el suelo, otros derechos, otros buscando un espacio para ponerse y yo, allí en medio, con mi mochila a hombros. En el final del vagón diviso a gente sentada en una especie de banco. Me aproximo como puedo me detengo y compruebo el panorama. Mi primera misión es encontrar un lugar para dejar la mochila y otro para sentarme. No puedo pasar diez horas de pie en ese infierno! Decido utilizar mi condición de blanco. Le pregunto a un joven que está sentado en el banco cuanto quiere por el sitio. Una corta negociación y listos. Pagando, pero tengo sitio. Lo bueno es que justo encima tengo unos barrotes que me permiten dejar la maleta y de rebote tenerla cerca y controlada. Estoy colocado y de momento, más cómodo de lo que me imaginaba.
Suena una bocina de locomotora y arranca el tren. Observo a mí alrededor. Hay ventanas pero no hay cristales, hay bombillas pero no funcionan. Calor, mucho calor, oscuridad y mucha gente. El olor es muy potente y penetrante. Se oyen las gallinas rechinar y a muchos bebes llorar. Amigos y amigas, empieza el espectáculo!
A mi izquierda tengo una venta cosa que me permite ver el paisaje. Tal y como comentaba la guía, es espectacular. El sol asoma poco a poco y la luz del día cada vez es más potente.. En frente tengo a dos jóvenes que no paran de hablar y al lado un hombre sudoroso que apoya su cabeza en mi hombro mientras duerme como un niño. Todo a mí alrededor es gente derecha, sacos de maíz y maletas. Todos me observan. Después de un rato me pongo a hablar con los dos chavales de enfrente y por primera vez, me relajo un poco. Voy controlando mi mochila sin parar.

Entonces de golpe y porrazo aparecen de entre el gentío un grupo de adolescentes con unas etiquetas en la camiseta y empiezan a hurgar entre los sacos, bolsas y demás. Cariacontecido, observo y veo que cada uno, saca de un lugar distinto del vagón, bolsas de plástico y cajas de cartón. Es impresionante como se mueven entre la gente. Son vendedores! Uno lleva bebidas, otro pan, otro galletas, pilas, linternas… de todo. Y así sin más, empiezan a circular a trompicones, a un lado y otro del vagón vendiendo a un muy módico precio su portfolio de productos. Es alucinante. En un momento revolucionan el panorama y todo el mundo compra, todo el mundo bebe y todo el mundo come. Y todo esto con una desorganización que asombra. A todo esto suena la bocina del tren. Los que pueden, se asoman por las ventanas y a lo lejos se divisa un pueblecito. El tren aminora y con la cabeza fuera, observo a un montón de gente, sobre todo mujeres, con cestas de mimbre en la cabeza repletas de frutas, hortalizas y comida. En el interior, los vendedores se amontonan en una de las puertas del vagón y muchos de los viajeros se apresuran a coger sus partencias para poder bajar. El tren se detiene. Los vendedores saltan como locos y algunos viajeros bajan y otros suben. Empieza el caos de nuevo. Empujones, apretones y en apenas unos segundos el vagón se llena todavía más. En el exterior las mujeres se aproximan a las ventanas a ofrecer sus productos a los interinos. La gente compra y las mujeres venden. No había vista algo tan surrealista. Atónito observo todo lo que pasa a mí alrededor. Suena de nuevo la bocina. El tren se pone en marcha. Las mujeres y niños apuran los últimos instantes para vender sus últimas hortalizas. Empiezan las carreras. Los vendedores del tren que habían saltado del tren, esprintan como locos para subirse de nuevo. Dejamos el pueblo atrás y de nuevo en medio de la sabana. Miro de nuevo a mí alrededor y no veo más que caras nuevas. Otra vez soy el centro de atención. Saco la cabeza por la ventana y veo como decenas de pieles de plátano, zanahorias, bolsas de patatas y demás son arrojadas por las ventanas.


Esto se repite durante las siguientes 5 horas. Vendedores arriba y abajo. Paradas en pueblos con mujeres vendiendo. Gente que sube, gente que baja.
Son las 10 de la mañana y todavía no he tenido tiempo de relajarme. Ni los mejores circos, ni las mejores películas ofrecen un espectáculo visual como el que estoy viviendo. Y todo esto sin olvidar el paisaje africano que vamos dejando atrás.
Sobre las 11 paramos en un nuevo pueblo. Misma actividad y mismas operaciones. Por primera vez compro algo de comida. Unos cuantos plántanos, unas zanahorias y una coca cola. En esta última parada se ha subido más gente de la que ha bajado y ahora el vagón está más repleto que nunca. Apenas se puede respirar. Termino mi desayuno improvisado y me pongo a hablar con la gente. Así pasan 3 horas sin ninguna parada. Según me comentan estamos en el tramo más largo entre pueblos y que hasta las 3 de la tarde, más o menos, no pararemos. Tiempo que aprovecho para hablar con la gente y familiarizarme un poco. Levanto mucha curiosidad y todos me preguntan. Algunos, incluso me ofrecen pan y bebidas. Todo va sobre ruedas. Ningún incidente, ningún problema y muy poco peligro. Mi mochila sigue en su sitio y cada vez más, mi presencia no es tan alarmante.
Faltan 10 minutos para las tres y el cansancio aparece. Me duelen las piernas. Las tengo agarrotadas y dormidas. Me duele el culo y los huesos. Pregunto por la hora aproximada de la llegada y un simpático hombre me dice que estamos a medio camino entre Nampula y Cuamba. Llevamos casi 10 horas de viaje y estamos a medio camino! No me lo  puedo creer. Tiro alguna foto con el móvil puesto que no quiero sacar la cámara de fotos para no llamar la atención y me pierdo en el paisaje que pasa por mis ojos. En ese momento me doy cuenta de que estoy en el África más profunda. Siento que muy poca gente de donde yo vengo ha visto lo que estoy viendo. Me siento un privilegiado y me alegro por haber tomado la decisión de subir al tren “maldito”.


Por fin, en el horizonte aparece un poblado y después de mucho tiempo nos dentemos de nuevo. Son casi las 5 de la tarde. Baja mucha gente y gano en espacio y comodidad. Me alimento un poco. Un chaval que ha estado durante todo el trayecto muy cerca de mí se pone a hablar conmigo. Me pregunta si voy a Cuamba. Me dice que es de un pueblo cercano y que en muy poco tiempo llegaríamos. Tres paradas más y fin de trayecto. Cosa que me alegra porque ya no sé ni cómo ponerme. El chico sigue hablando conmigo, parece muy simpático e inteligente. En la siguiente parada se baja todavía más gente cosa que hace que se libere mucho espacio. Invito al chico a sentarse a mi lado y seguimos hablando un poco de todo. Apenas queda una hora para llegar y mi alegría va en aumento.  Todo normal. Me dirijo a la ventana de mi derecha y cuando me asomo veo al chico del cigarro que justo había saltado y se rompía a correr. Casi llorando y señalando el tren que empezaba a moverse me dice que la mochila sigue dentro. Sin soltarlo, observo a mí alrededor y analizo la situación. Estoy en medio de ninguna parte sin mochila y un tren en marcha. Le suelto y corro hacia el tren. Puedo subirme. Regreso a mi sitio. Compruebo de nuevo que la maleta no está. Todo el mundo me mira pero nadie abre boca. Pregunto y pregunto pero no consigo nada. Me siento y me derrumbo. Tengo ganas de llorar. Estoy hundido. Hago una última ojeada a mí alrededor pero nada. Me lo han robado todo. Saco la cabeza por la ventana y no veo más que una aldea moribunda de casas de adobe en medio de una sabana azotada por un sol terrible. Desolador. Quiero morirme. Intento mantener la mente despierta. Tengo mi cartera con la tarjeta de crédito y mi pasaporte en uno de los bolsillos de mi pantalón. También tengo el móvil. A parte de esto, la camiseta, los pantalones cortos y mis zapatillas. Otros me dicen que no es cierto, otros que es un pueblo de ladrones. Les mando callar. Ahora habláis, malditos!
No puedo llorar, no me puedo quejar. Me lo he buscado. Me lo merezco. Soy un irresponsable. Soy un imbécil. Estoy a punto de llegar a Cuamba y no tengo nada. Dios!
Hago memoria e intento recordar todo lo que acabo de perder y me doy cuenta de que la profilaxis de la malaria estaba en la mochila. Tengo que tomar las pastillas. Sin darme cuenta llegamos al fin del trayecto. El tren se detiene. Empieza a bajar todo el mundo. Espero que el vagón se quede vacio para echar el último vistazo. Mi maleta no está. Bajo del tren.


Estoy en un pueblo con casas de adobe, sin calles, sin plazas, lleno de árboles y polvo. Estoy en el corazón de Àfrica y no tengo nada. Me lo han robado todo. No tengo guías, no tengo ropa, no tengo toalla, no tengo nada. Quiero morirme pero no puedo. No puedo quedarme sentado y lamentarme. Tengo que seguir. Tengo que cruzar una frontera. Tengo que coger un avión. Tengo que buscarme la vida sin lamentos ni pérdidas de tiempo. La realidad africana me ha dado una bofetada y me ha puesto los pies en la tierra. Acabo de aprender una gran lección. VIVA AFRICA!



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